545 ARTE S. XIX: ESCULTURA

 ARTE S. XIX: ESCULTURA

La escultura en la 1ª MITAD Del s. xix

 La percepción de un espíritu romántico en la escultura del siglo XIX puede encontrarse tanto en la producción de artistas académicos cuya obra entronca sin particulares enfrentamientos con los principios plásticos del Neoclasicismo, como en algunos escultores, especialmente franceses, que, a la inversa, es decir, sin tanta “revolución” como después se ha supuesto, se manifestaron en contra de algunas posiciones del jurado de los salones y trataron de demostrar que sus creaciones respondían al mismo grito revolucionario de pintores y escultores, aunque éstos señalaron repetidas veces que la escultura no podía expresar los sentimientos románticos. Por lo tanto, no pueden sistematizarse paradigmas formales de estilo hacia los que se acerquen unas u otras obras, ni tampoco períodos cronológicos de transición o plenitud: únicamente puede afirmarse que existe una “sensibilidad” romántica consciente y que en algunos casos esa “sensibilidad” parece poder reconocerse plástica o temáticamente.

Así, una pléyade de artistas de todos los países, generalmente clasificados por sus temas y su aparente respeto a una normativa conocida entre los clasicistas, tienen un innegable punto de vista romántico. Tal es el caso de la obra de Schadow o Rauch, en Alemania, de Pradier, David d’Angers o Bosio, en Francia, de Chantrey en Inglaterra, o de Ponzano o Piquer en España. En todos esos casos, y en otros muchos, lo clásico es sólo lo descriptivo, es decir, la posibilidad de localizar unos principios estilísticos académicos, pero, al mismo tiempo, existe una sutil irradiación de romanticismo que va desde la textura voluptuosa a la complejidad didáctica, de la ternura individualizada a la nostalgia historicista. En escultura, más que en ninguna de las otras artes, queda claramente manifiesta la imposibilidad de traducir en elementos formales constantes e invariables las distintas tendencias decimonónicas, por lo demás siempre encabalgadas.

Tradicionalmente, sin embargo, un grupo de escultores franceses -a los que no resulta fácil encontrar paralelo en otros países- suelen presentarse como abanderados de la causa romántica, en tanto que reúnen todos o una gran parte de los siguientes valores: frente al carácter intemporal, arquetípico, de la belleza ideal antigua, proponen la incorporación de temas contemporáneos, concretos, y la libertad para elegirlos, el gusto por la tensión y el movimiento, la curiosidad por lo grotesco y hasta lo imperfecto, la renuncia a principios anatómicos o compositivos estrictos, la búsqueda de efectos pictóricos y expresivos, la captación de la emoción y el arrebato, la manifestación de todo tipo de sentimientos, la exploración de la fuerza de la inquietud frente a la templanza y la sugerencia hasta el paroxismo. Pero tal clasificación es más fruto de una racionalización posterior, como consecuencia de una intencionada alternativa de situarse frente a algo, que la existencia real de formas nuevas. La prueba es que, aunque algunos fueron recibidos con crítica ad versa por su evidente posición reivindicativa, todos acaba ron integrándose sin mayores sobresaltos en el esquema general preexistente y su triunfo social no se hizo esperar. El carácter incluso tardío de su aparición en relación con otras artes es una demostración más de que esa pretensión consciente de que la escultura reuniese específicos valores románticos no se había traducido en un cambio sustancial. Por eso, todas las novedades son asimiladas por otros escultores -cualesquiera que sean su formación originaria y sus intenciones- de una forma sistemática, poniéndolas al servicio del poder y utilizándolas para su éxito. Estos últimos artistas suelen llamarse eclécticos en tanto que se supone que, por razones de cronología, efectúan un proceso de síntesis de tendencias, mientras otros, como Rude, Barye o Préault, suelen aparecer como genuinamente románticos. Otra vez es evidente la relatividad del concepto de estilo.

En la mayor parte de los países -e incluso en la propia Francia, cuya historiografía implantó unos modelos más rígidos- carece de sentido establecer diferencias entre espíritu romántico en el clasicismo, escultura romántica y eclecticismo, cuando, en realidad, la evolución de la escultura no sufre alteraciones. El término “eclecticismo” es, en cualquier caso, el que mejor define estilísticamente a la mayor parte de la escultura decimonónica. De todos modos, como ya se ha planteado, el eclecticismo puede interpretarse como una realidad inconsciente -y por lo tanto inevitable- o como un esfuerzo voluntario de síntesis. La dimensión formal del eclecticismo estriba tanto en la posibilidad de repetir un modelo del pasado según un lenguaje codificado previamente, al igual que en arquitectura, como en la utilización simultánea de múltiples estereotipos estilísticos -sobre todo los experimentos desde el Renacimiento- para conseguir la más perfecta de las obras de arte. En este último caso, el más frecuente, pueden señalarse en la escultura los siguientes aspectos: se trata de obras vinculadas a las esferas del poder (medallas en salones o exposiciones o encargos oficiales); la repetición de los citados estereotipos estilísticos no equivale a la repetición de la función (lo que se concibió para un altar puede aparecer en el remate de un edificio, en una plaza, en una tumba o en un centro de mesa); los valores inherentes a la escultura como arte (volumen, textura de materiales...) suelen verse desplazados por la búsqueda de efectos escenográficos y narrativos; hay un intencionado esfuerzo por manifestar todo tipo de alardes técnicos, huyendo de la simplicidad; la composición, por lo tanto, suele resultar compleja y, casi siempre, agitada; se produce un juego emocional, erótico muchas veces, con el espectador, de tal manera que el argumento o la primera apariencia determinan la complacencia en la escultura.

La repercusión del Realismo en la escultura es más de orden temático o expresivo que de innovación formal y por eso no cabe separarlo del marco general del eclecticismo. En realidad, los deseos de verdad, de vestir los personajes a la moderna, de seleccionar cualquier aspecto de lo cotidiano, existen, en Francia al menos, desde los años treinta. Se prodiga una temática que podríamos llamar de género, por ponerla en paralelo con la pintura, que desde una visión bucólica de pastores, pescadores o feriantes, se extiende a la representación “objetiva” de todas las clases sociales, desde la burguesía al obrero. Un papel singular hay que conceder al belga Constantin Meunier: su representación de trabajadores vinculados a las actividades de una sociedad industrial no tiene nada de pintoresca. El trabajo se ha convertido en un símbolo alegórico de otro poder, aunque los medios para expresarlo no son siempre tan distintos. Su estela, más superficial siempre, se deja sentir por toda Europa.

De todos modos, la escultura, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX sobre todo, denota unos valores forma les que si aparentemente han sido la causa de su minusvaloración frente a la pintura, también es verdad que, en ocasiones, merecen, desde otro punto de vista, ser tenidos en cuenta para la comprensión del fenómeno regenerador que se va a producir en el cambio de siglo. Así, puede reconocerse que el carácter pictórico evidencia una valoración de la superficie -de distintas superficies- que su pera la dicotomía entre materiales dignos y no dignos y otorga a cada uno la diversidad que le es propia. El ilusionismo, que parece la esencia contraria a la escultura con temporánea y resulta pretensión constante en el XIX, no es siempre la sustitución imaginaria de la realidad en el arte sino, por definición, la creación de otra realidad o ilusión y, en ese sentido, la escultura decimonónica no está tan lejos de cualquier obra de arte de cualquier época. Quede eso por un lado. Pero es que también la escultura es inevitablemente volumen en el espacio y esta condición no puede negársele a la escultura del siglo XIX; es más, cuando la temática realista se afianza, hay una complacencia en el volumen. En tercer lugar, hay que reconocer que la poética de Rodin, Bourdelle o Rosso -entre otros renovadores finiseculares- es la poética de lo primitivo, del boceto, pero los de Carpeaux o los Daumier no están lejos. Por último, ¿existe una diferencia verdaderamente radical entre tanta escultura calificada muchas veces apresuradamente de “modernista” -o de su entorno-, por aspectos en su mayoría superficiales, y tantas experiencias historicistas y esteticistas, en apariencia dentro del eclecticismo internacional?

La otra cuestión que gravita en torno a la escultura decimonónica, además del estilo, es la diversificación funcional de las distintas tipologías. Como en todas las manifestaciones artísticas del siglo -especialmente en arquitectura, pero también en pintura- existe una vinculación determinante entre forma y función hasta el punto de que ésta nos da las claves últimas de aquélla.

En primer lugar, debe considerarse que una escultura, para el siglo XIX, es -seguramente antes que otra cosa, pero, desde luego, además- un objeto bello cuya contemplación contribuye decisivamente al progreso humano. Esta afirmación, que puede parecer grandilocuente y pedante, es más obvia y tiene más consecuencias que en otras artes por que también significa que la escultura alcanza una dimensión decorativa esencial, tanto en su génesis como en los efectos que debe producir. En ese sentido, el proceso creativo de una escultura es complejo, pues las relaciones artista-obra de arte se verifican en dos niveles, a veces complementarios, aunque no siempre. Existe la relación tradicional de cualquier escultor que “crea” por los procedimientos habituales, más o menos renovados: del dibujo se pasa a la talla directa o al moldeado, que puede resultar obra definitiva o boceto, el cual, completado, se copia en mármol o se funde en bronce. Todo ello proporciona resultados variados; pero es que, además -dada esa dimensión decorativa-, entra en juego el problema de la reproducción, que es económico y estético a la vez: no sólo existe la posibilidad de copiar por puntos y en cualquier material y tamaño cualquier escultura antigua o moderna, sino la de sustituir unos materiales por otros con la apariencia que se desee y, sobre todo, fabricar en serie cuantos modelos se elijan, todo lo cual hace que el análisis exhaustivo de la escultura decimonónica desborde los límites de la historia del arte.

En segundo lugar, la dimensión íntima del arte del siglo XIX es vital para el desarrollo de la escultura, aunque sólo fuera por su abundancia, y por lo que contribuye a la configuración de dos tipologías: la estatuilla y el retrato. Las estatuillas representan todo tipo de temas y traducen muy significativamente el gusto burgués. Su papel no debe menospreciarse. El retrato es la expresión artística más apropiada, tanto del yo romántico o la individualidad oficialista, como de la realidad menos idealizada. La escultura de retratos es, más que la pintura, memoria sacralizada del modelo, pero, lo mismo que en ésta, suelen tener tanta o más importancia los distintos aspectos de la “puesta en escena” como la caracterización psicológica del retratado, es decir, la buena apariencia física en relación con el natural, el peinado (especialmente entre los femeninos), el vestido y, sobre todo, la expresión gestual. En este sentido, hay que recordar que uno de los concursos anuales de la escuela de Bellas Artes era el de “la cabeza de expresión”, a través del cual el artista ponía de manifiesto su capacidad para traducir plásticamente cualquier sentimiento (esperanza, dolor, odio, desdén, atención, violencia, desprecio, venganza, resignación).

Por último, el concepto historiográfico que hoy tenemos de la escultura decimonónica no sería tal sin la proyección pública que este arte alcanzó en los grandes encargos arquitectónicos, tanto políticos como religiosos, en el monumento urbano y en los cementerios. La escultura aparece estrechamente vinculada a la arquitectura, lo que es importante, tanto para comprender su sentido icono gráfico en relación con la función del edificio, como para apreciarla estéticamente en un conjunto que suele reunir relieves y figuras exentas destinados a ser contemplados como un todo. El monumento urbano es la tipología decimonónica por excelencia, por su difusión, su variado desarrollo y las implicaciones artísticas y extra-artísticas que reúne. Erigidos por concurso, encargo o suscripción, representan todos los valores del ciudadano porque, además de constituir piezas indispensables del amueblamiento urbano sin las cuales la ciudad sería distinta, engrandecen al hombre con el pasado o con las virtudes de otros, es decir, le definen socialmente, y, al mismo tiempo, proyectan su mensaje ejemplificador. El cementerio es, de alguna manera, la ciudad ideal del siglo XIX. Si urbanísticamente están organizados según los mismos principios y la arquitectura alcanza allí los extremos más fantásticos del eclecticismo, son las numerosas esculturas que salen de nichos y tumbas como seres mágicos congelados las que otorgan a los cementerios la dimensión sentimental y moral que poseen. Hay representaciones del propio difunto, de desgarrado realismo una veces, de plácida solemnidad historicista otras, pero lo que más abunda es la escultura alegórica, sea en relieve o exenta, transposición de personajes mitológicos o ángeles de dudosa filiación cristiana, que, junto a símbolos funerarios, se mezclan con la arquitectura y la vegetación hasta situarse en la imprecisa frontera entre la vanidad y la apoteosis.

 Carlos Reyero.- Del Romanticismo al Impresionismo. Ed. Arín. Madrid  1988. Págs.  29-37


La escultura en la 2ª MITAD Del s. xix

 La brillantez, imaginación y calidad alcanzadas por la pintura durante el siglo XIX no tuvieron paralelo en el caso de la escultura, a pesar de que, sobre todo a partir de 1850, los escultores se esforzarían en obtener efectos de luces y sombras a través del tratamiento de las superficies, tanto de piedra como de metal o arcilla, intentando conseguir un ilusionismo similar al pictórico.
La llegada del Realismo supone una renovación de la escultura en cuanto a forma y contenido, si bien habrá que esperar hasta finales de siglo para que se materialice su deslinde definitivo de la pintura y se manifieste con un lenguaje nuevo y autónomo.

Hasta entonces, la escultura estaba mediatizada por su querencia a los modelos del pasado y por su vinculación a intereses políticos y propagandísticos. De este modo, su realización se veía limitada a la de personajes ilustres, de héroes militares, de relevantes políticos y de significados literatos o artistas, lo que propiciaba la proliferación de monumentos conmemorativos y de homenaje. Unos monumentos que cumplían tanto una función didáctica y ejemplarizante como un fin decorativo, y cuya ubicación respondía a programas urbanísticos y embellecedores de las ciudades.

Asimismo, la escultura florecería, con concesiones a la fantasía y a la evocación sentimental, en los monumentos funerarios, cuya importancia se vería multiplicada por la creación de grandes cementerios en el extrarradio de las ciudades, fruto, a su vez, del desarrollo de la moda del culto a los muertos.
La obra de Carpaux.- 

El escultor que más destaca dentro del panorama artístico del Segundo Imperio francés fue Jean-Baptiste Carpaux (1827-1875). Discípulo de François Rude (1784-1855), uno de los más notorios escultores del período napoleónico y gracias al cual se apartó del academicismo, acuñando un estilo personal libre y vivaz. En 1853 consiguió, tras varias tentativas, el ansiado Premio de Roma, lo que le permitió entrar en contacto directo con la escultura de la antigüedad. Fruto de su admiración por la de Miguel Ángel es su obra Ugolino y sus hijos (Jardines de las Tullerías), que realizó entre 1861 y 1863, que causó admiración por su fuerza dramática y que le serviría de inspiración a Rodin a la hora de concebir su Pensador.

Su ejecución más famosa fue, sin embargo, La danza, obra que llevó a cabo en 1869 para la decoración de la Opera de París y en la que, en contraste con la seriedad y dramatismo que caracteriza a la anteriormente citada, destacan la gracia, la vivacidad y el decorativismo que desprende el conjunto escultórico. Unas cualidades que Carpaux ya había esbozado en las decoraciones para el Pavillon de Flora del Louvre, en 1864-1866, pero que en esta ocasión alcanzaron el máximo grado de expresividad.

En esa misma línea de vitalidad y sensualismo puede situarse La fuente del Observatorio, de 1867-1877, un homenaje al cuerpo femenino mediante la re presentación de cuatro mujeres desnudas, simbolizando así las cuatro razas humanas, que al tiempo que bailan sostienen la esfera zodiacal.

En el tratamiento de sus bustos también trasmitió a sus modelos vitalidad y penetración. Es el caso del que realizó en 1869 a su amigo Charles Garnier, arquitecto de la Opera de París, que se conserva en ese edificio; el del que llevó a cabo en 1872 al pintor J. L. Gerome (París, Col. particular), y, sobre todo, el boceto que para el monumento a su paisano Watteau en Valenciennes hizo en 1863, donde el espíritu plástico de este pintor es materializado por Carpaux en una figura esbelta con rostro pensativo.
El realismo de Meunier y de Dalou.-

 La mejor traducción escultórica del realismo social se dio en Bélgica con la figura de Constant Meunier (1831-1905), quien tras vivir directamente la dureza del trabajo en la región minera de Borinage decidió testimoniar su compromiso con la clase trabajadora a través de la pintura y, sobre todo, de la escultura. Sus protagonistas fueron distintos tipos de obreros -mineros, descargadores, herreros, etc.-, a los que monumentalizaba en lo físico, dotando a las figuras de fuerza y vigor, y en lo moral. En este sentido, guardaba con los pintores realistas, de un modo especial con Millet, mucha similitud en cuanto a esa identificación del héroe moderno con el trabajador anónimo.
Estibador (Petit Palais, París) y Pudelador (Museo de Bellas Artes, Bruselas) son dos expresivos ejemplos de esa es cultura monumental, donde el idealismo está amortiguado por la severidad y la austeridad de las formas.

Otro escultor preocupado por lo social fue el francés Jules Dalou (1838-1902). Discípulo de Carpaux, estuvo comprometido con el socialismo militante hasta tal punto que hubo de huir de Francia en 1871 al caer la Comuna, desarrollando parte de su carrera en Inglaterra. Amnistiado en 1879, regresó a su país, presentándose a un concurso para la ejecución del monumento al Triunfo de la República, encargo que le llevó veinte años (1879-1899). Una obra grandiosa en la que la República está representada por una figura femenina, aupada en actitud triunfante a un carro conducido por el genio de la libertad y al que acompañan representaciones alegóricas del trabajo, la justicia y la prosperidad.
En su inquietud por enaltecer el mundo laboral, Dalou, cuyas figuras son más naturales y, por tanto, menos heroicas que las de Meunier, proyectó en 1895 Monumento al trabajo, del que se conservan algunas piezas en el Petit Palais de París.
Un pintor que esculpe: Degas.-

 El hacer escultórico de Degas, ..., no puede considerarse desligado de su pintura, por cuanto fue producto de sus investigaciones en torno a la figura y al movimiento, sus gran des preocupaciones pictóricas.
De Degas se tienen catalogadas setenta y cuatro obras, que fueron fundidas entre 1919 y 1921, ya fallecido el artista, por Hebrard, que utilizó para ello las correspondientes figuras de cera halladas en el estudio del pintor, junto a muchas otras cuyo estado de deterioro impidió su reproducción.
Sólo en una ocasión expondrá Degas una escultura de su firma. Lo hizo en el Salón de los Impresionistas de 1881 con Bailarina de catorce años (París, Museo d’Orsay), una figura de cera con falda de tul y lazo de raso de seda, criticada entonces por su excesivo realismo. Una figura que no es más que una transposición de una de las muchas bailarinas de ballet que el pintor plasmaba en sus cuadros con igual precisión y perfección de detalles, y a las que trasmitía la sensación de movimiento.
Los grandes renovadores: Rodin e Hildebrand.-

 La renovación que experimenta la es cultura en la segunda mitad del siglo XIX tuvo como protagonistas esenciales a dos significados artistas: Rodin e Hildebrand. Contemporáneo uno del otro, representan, sin embargo, dos polos opuestos en cuanto a sus respectivos planteamientos, pues si apasionado e ingenioso era el primero, teórico y filosófico fue el segundo. No obstante, ambos tienen en común el objetivo de re vivir los antiguos ideales de la escultura, alejándola de la mera reproducción naturalista y de su vinculación con lo pictórico.

Los estudios sobre la obra de August Rodin (1840-1917) suelen iniciarse haciendo mención de El hombre con la nariz rota (París, Museo del Louvre), escultura que realizó cuando contaba veinticuatro años de edad y que fue rechazada en el Salón de 1864 al considerarla inacabada el jurado. Una consideración que acabaría convirtiéndose en uno de los principales postula dos artísticos de Rodin, tal como confesó en su día: “Esta máscara determinó mi futuro”.

Los primeros años de Rodin no fueron fáciles. No admitido en la Ecole de Beaux Arts, hubo de contentarse con asistir a la Petite Ecole des Arts Decoratives, siendo su primer empleo el de modelador y dibujante de escultura decorativa. Tampoco gozó de la comprensión de la crítica.
En 1877 realiza Edad de bronce (París, Museo Rodin), un desnudo masculino de tamaño natural, siendo acusado de haberlo fundido a partir de un modelo vivo. Y es que Rodin concebía la escultura como una masa plástica vital y vibrante, resultado que, según sus palabras, obtenía porque en vez de visualizar las diferentes partes del cuerpo como superficies más o menos planas, las imaginaba como proyecciones de unos volúmenes internos... Y ahí reside la verdad de mis figuras: en vez de ser superficies, parecen surgir de dentro a afuera, exactamente como la propia vida.

En 1880 recibía el encargo oficial de llevar a cabo una puerta de grandes dimensiones para el nuevo museo de Artes Decorativas. Inspirándose en Dante, la tituló La puerta del infierno, si bien en lo formal recuerda a la renacentista Puerta del paraíso, en Florencia, de Ghiberti. La complejidad del proyecto des bordó en más de una ocasión al escultor. Integrado por 186 figuras, muchos de los bocetos y realizaciones dieron lugar a numerosas composiciones, algunas de las cuales llegaron a convertirse en obras independientes. Tal fue el caso de El pensador, situado originariamente en el dintel superior de la puerta, obra inspirada en el Ugolino de Carpaux, según se cita en otro lugar. Es el caso también de El beso, inicialmente prevista para decorar esa entrada, obra inspira da en los amores de Paolo y Francesca, personajes de El infierno de Dante. El beso, del que existe una versión en el Museo Rodin y otra en la Tate Gallery, revela una de las características distintivas del escultor: no utilizar el punto de vista único, sino la contemplación de la obra desde varias perspectivas, para potenciar al máximo la expresividad del cuerpo humano.

Camille Mauclair, que mantuvo una estrecha relación con el artista, explicaría en un texto de 1905 el método seguido por Rodin: Hacía sucesivos apuntes de todas las caras de sus obras y a su alrededor daba continuas vueltas con el fin de obtener una serie de vistas conectadas en círculo... Su deseo era que una estatua se levantara totalmente libre y aguantara la contemplación desde cualquier punto; debía además guardar una relación con la luz y la atmósfera que la rodeaba. Un método, pues, que vincula a Rodin con la escultura cinética que idearan los escultores del siglo XVI.
Por otra parte, en las piezas mutiladas del arte antiguo supo ver un gran valor expresivo, lo que le llevó a realizar obras de partes concretas de la anatomía humana, presentándolas como asuntos independientes. El hombre que camina (1877) y El torso (1889), ambos en el museo Rodin, son dos ejemplos de lo que con el tiempo sería muy común en la escultura moderna.
En Miguel Ángel descubrió Rodin el atractivo de lo inacabado y el abanico de posibilidades que brindaban los con trastes entre superficies pulidas y sin pulir en una misma obra o el abandono total de las formas pulidas. Este hallazgo lo asumió y explotó sin vacilar, pues aunque manejaba el barro con increíble facilidad, hasta el punto de poder ser considerado como el gran modelador de la historia de la escultura, apenas trabajó la piedra, delegando la labor de talla en sus ayudantes, entre los que destacaron Antoine Bourdelle (1861-1929) y Charles Despiau (1874-1946).

La diferencia sustancial entre Rodin y Miguel Ángel estriba en que las zonas aparentemente inacabadas que practicaba el primero no eran, como en el caso del segundo, el resultado de un proceso de talla directa.

La fuerza de la expresión fue especialmente perseguida por Rodin en dos obras que realizó por encargo. Se trata de Los burgueses de Calais (1884-86) y Balzac (1892), ésta última para la Societé de Gents de Lettres, ambas en el museo Rodin. Mientras que la primera de ellas fue concebida como un grupo compacto, la del escritor Balzac es una escultura individual, cuya ejecución se prolongó por espacio de siete años, tiempo en el que el artista modificará su concepción, yendo desde el fiel retrato de la fisonomía de Balzac hasta sintetizar una figura colosal dominada por la inspiración creadora, no obstante la pequeña estatura que poseía el protagonista. El resultado fue una figura envuelta y escondida en un voluminoso abrigo, coronada por una robusta cabeza en la que los rasgos ‘están profundamente marcados. Una obra en la que a la simplicidad se une la profundidad psicológica, constituyendo uno de los retratos escultóricos más sugerentes de la época moderna.

Adolf von Hildebrand (1847-1921) dejó dicho que, si sólo tuviéramos fragmentos de las figuras de Rodin, tendríamos que admitir que no habría habido nada igual desde los días de los griegos o de Miguel Ángel.

Hildebrand, mejor teórico del arte que escultor, fue junto con Rodin quien más impulsó la renovación de la escultura de su tiempo. Admirador también de Miguel Ángel, abogaba tenazmente por el regreso al método renacentista y artesanal de la talla directa a través de El problema de la forma, libro ideado en principio como necrología de su amigo el pintor Von Marées y que, una vez editado, en 1893, se convirtió en un texto que ejerció una notable influencia no sólo en los artistas y estudiantes, sino también en historiadores del arte como Wólfflin, que adoptaron plenamente sus teorías.
Como escultor, sus obras más significativas fueron Un adolescente (Berlín, Staatliche Museen), de 1884, una estatua de mármol donde acaso refleja en exceso sus ideas sobre la pureza, la claridad y la austeridad de las formas, y La fuente de Wittelsbach, de 1895, ubicada en Munich, en la que también adecua sus teorías a un monumento público.
A Rodin, a través del impacto de sus obras escultóricas, y a Hildebrand, mediante sus escritos, se deberán, pues, muchas de las características que impregnaron la obra de posteriores generaciones de escultores.

 Pilar de Miguel Egea.- Del Realismo al Impresionismo. Ed. Hª 16. Col. Hª Arte. Madrid  1989

 

  PARA SABER MÁS, VER:

Escultores neoclasicistas 
John Flaxman

Escultores románticos 
 Jean-Baptiste Carpaux

Escultores del realismo

Escultura Siglo XIX en España

FUENTE : ARTEHISTORIA


LA ESCULTURA EN EL S. XIX
GENERAL
Neoclasicismo
Romanticismo
Realismo
Impresionismo
Medardo Rosso
 Auguste Rodin
ESPAÑA

fuente: Ministerio de Educación

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